Toda entidad gubernamental encargada de la política ambiental debe tener muy clara su misión (objetivos), así como los instrumentos y recursos de que dispone, y, desde luego, contar con un conjunto de indicadores que le permitan saber a sus directivos y a la sociedad si las expectativas se están cumpliendo de manera eficiente.
Es claro que los temas ambientales cruzan y se involucran con un abanico muy amplio de procesos económicos y regionales, y que éstos se entretejen con gran cantidad de condicionamientos políticos y culturales; por ello, sería muy complicado y quizá poco conclusivo un ejercicio muy ambicioso de evaluación del desempeño. Dentro del dominio casi infinito de "lo ambiental", cada sociedad define aquellos asuntos que le son más relevantes, los cuales reciben una atención prioritaria que se refleja en la aplicación de mayores presupuestos, voluntades y capacidades institucionales.
Tal elección estará siempre de acuerdo a circunstancias biofísicas particulares, a tendencias económicas y demográficas y a preferencias propias, entre otros factores. No obstante la considerable variedad de elecciones posibles y de matices, hay algunos temas de política ambiental que en cualquier sociedad deben ocupar un sitio sobresaliente en las agendas públicas (y México no es la excepción). Siendo así, es obvio que la valoración que se haga del desempeño de las entidades responsables de la política ambiental dependerá fundamentalmente de los avances que se logren en los asuntos considerados prioritarios. Es claro también que esa valoración requiere de indicadores objetivos.
Entre los asuntos prioritarios en toda política ambiental debemos destacar ahora a tres: a) la calidad y el manejo de las aguas residuales, o dicho de otra forma, la lucha contra la contaminación del agua, b) el manejo de residuos para evitar la contaminación de suelos y aguas subterráneas y problemas de salud pública, y c) la conservación de la biodiversidad, del capital natural, o de los bienes públicos ecológicos, implícita en la protección de los ecosistemas más importantes. Evaluar el desempeño de nuestro país en estos tres rubros nos permitirá saber si la ruta institucional y de políticas que hemos escogido es la mejor. Aunque no es posible formalizar aquí los indicadores necesarios, hay evidencias objetivas que nos permiten sugerir algunas conclusiones. Y estas son muy poco satisfactorias. Con respecto al primer tema, basta recordar simplemente que muy pocas ciudades e industrias cumplen con la normatividad ambiental para aguas residuales y con la Ley Federal de Derechos en Materia de Agua, ya que no existen los mecanismos institucionales, financieros y de inducción que se requerirían para lograrlo (con todo y que muchos consideran que esta normatividad es bastante laxa, y que ha contemplado un período de tres años de gracia). Además de los graves impactos ambientales y sobre la disponibilidad de agua que esto significa, ya que la contaminación inutiliza el recurso para usos posteriores, nuestro país corre el riesgo de sufrir sanciones en cuanto al Acuerdo Paralelo de Medio Ambiente del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLC) debido a que no cumple con su propia legislación ambiental. En el tema de residuos, las cosas no van mejor. Tampoco se cumple con la normatividad de manejo de residuos urbanos, por lo que los problemas asociados a la basura municipal se exacerban día con día, como cualquier viajero en las carreteras mexicanas lo puede constatar.
No se cuenta con los mecanismos institucionales que hagan valer las normas federales y que induzcan a los gobiernos locales a hacer una gestión responsable de sus residuos. En materia de residuos industriales parece que incluso vamos en retroceso: de tres confinamientos controlados que existían hace algunos años, sólo sobrevive uno en calidad de monopolio, y, de varios proyectos en cartera para el desarrollo de instalaciones integrales que se encargarían del manejo de estos materiales y subproductos, no queda ninguno. El saldo es la decepción de los inversionistas nacionales y extranjeros y la persistencia de graves problemas vinculados a tiraderos clandestinos, y a las prácticas de mezclar residuos industriales con residuos municipales o con las descargas de aguas residuales.
Por último, en el tema tal vez de mayor trascendencia, sobresale nuestra incapacidad para proteger la biodiversidad del territorio nacional. Son de sobra conocidas las cifras escandalosas de desforestación que sufre México, las invasiones e incendios y desmontes deliberados en áreas naturales protegidas (lo que ahora sucede en la Selva Lacandona y en Calakmul es apenas una muestra), que en buena parte se explica por la ausencia de políticas ambientales en el campo mexicano, por debilidad institucional y por presupuestos raquíticos (la SEMARNAP tuvo en 1999 un presupuesto total superior a los 8,200 millones de pesos, de los cuales, a las áreas naturales protegidas, que representan el activo ecológico más valioso de la nación, se le dedicó el 0.4% —34 millones— de acuerdo a la información oficial publicada). Es cierto que en la evaluación de la política ambiental no son aceptables enfoques maniqueos; no todo es totalmente negro. Hay algunos (pocos) ámbitos de grises cada vez más tenues, por ejemplo, en calidad del aire y en manejo de vida silvestre, donde es factible documentar en forma objetiva algunos avances, en el primer caso desde principios de la década pasada y en el segundo, durante esta administración. No obstante, y a reserva de un análisis más detallado a partir de indicadores formales, es clara una conclusión que parece cada día más categórica: México necesita una profunda reforma institucional en materia de políticas ambientales; ojalá que alguno de los 390 consejos consultivos que ha creado la SEMARNAP (y que hubieran sido causa de envidia para el país de los Soviets) se aplicara a promover esta discusión, que sí vale la pena